El rey cauto
Si lo permite Gran Visir,
es mi deber decir lo que los ojos vieron en el pueblo bárbaro de Cimmeria,
aunque solo Allah el Único y Clemente dispondrá las palabras adecuadas en mi
lengua. Ya lo dijo el poeta:
Hay una flama
que arde en tu nombre
Y
enciende galaxias con filamentos
De piedra
y verbo.
El viaje fue aterrador, la
embarcación no fue pasto de los peces gracias a la fuerza de nuestras oraciones
al Misericordioso, atravesamos el estuario repleto de bestias marinas nunca
antes vistas por este humilde ciervo y nos dirigimos río arriba hasta las
rústicas puertas del remoto reino. El rey bárbaro nos recibió escéptico, la curiosidad
del monarca fue atraída por nuestros instrumentos de navegación y la ciencia
matemática implicada en ellos. Aunque ya es un anciano, aún muestra la
sabiduría y el vigor físico que le permitió reunir a las tribus que habitan
aquellos bosques oscuros. Conan es un soberano desconfiado y así lo demostró,
exigió el peso en oro de su caballo como tributo, realicé algunos cálculos
entorno a la alzada del animal: el diezmo sería de veinte quintales en oro. Los
bárbaros no tenían ningún instrumento de medición para las masas, así que reajusté
los cálculos y le demostré al monarca que el animal solo alcanzaría la suma de
diez quintales en oro. El rey me miró furioso y sin mediar palabra llevó en
vilo al caballo a una nave, subió al animal, desenvainó la espada e hizo una
marca en la línea de flotación en el casco de la embarcación. Comprendí lo que
estaba haciendo, me arrodillé y pedí perdón por mi torpeza con los números. El
rey bárbaro ordenó que vaciáramos los veinte quintales de oro en el navío y el
agua alcanzó la marca que había hecho el cimmerio con la espada. Conan me miró
y dijo que ya no estaba interesado en el oro como tributo, ahora él deseaba un pago
más modesto y arrancó mis ojos.
Sergio F. S. Sixtos
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